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lunes, 24 de marzo de 2014

Suárez: Prometeo liberado!


Voy a cumplir 52 años en junio. Ello me permite hablar de Adolfo Suárez con la única ayuda de mi memoria. Sé quién fue; qué significó para España y cómo fue tratado por sus colegas políticos: por todos sus colegas, correligionarios o no.

Vaya por delante mi desacuerdo y casi desazón por el remedo de Democracia que gastamos en España; ya casi tengo asumido -bien que a regañadientes- que moriré sin haber vivido en plena Democracia: ni el sistema de partidos, blindado con listas herméticas (crípticas!), representa al Pueblo; ni ese caos lleno de parches que es nuestra Ley Electoral permite una verdadera representatividad de las distintas corrientes políticas que pululan por España; ni la desmesurada importancia con la que por desgracia cuenta el voto nacionalista deja ver el bosque; ni los Poderes están separados un maldito milímetro; ni nuestra Constitución, que otorga fueros y conciertos a territorios privilegiados, permite la verdadera igualdad entre los ciudadanos; ni ningún español puede soñar -como sí sueñan los norteamericanos- en que su hijo llegue a ser un día Presidente por su propia valía personal y política.

Dicho lo cual, no puedo callar lo que siento ante el despliegue de medios sin precedentes dedicado a la crónica de la muerte anunciada de Adolfo Suárez González, ese megaespañol que acaba de morir hace más de once años.

Suárez -esto ya lo saben hasta los niños de pecho- fue el alquimista que extrajo del crisol de una España a la que le olían los pies una especie de piedra filosofal gracias a la cual los españoles pudimos soñar que ejercíamos nuestra Soberanía. Como un Prometeo de la Ávila profunda, Suárez robó el fuego a los dioses del tardofranquismo para entregarlo a los hombres de la España de los 70. En mitad de un universo de pana y patillas, Suárez, elegante como un modelo del cortinglés, escaló la ladera de un Olimpo trufado de sables y arrancó una llama viva que entregar a los españoles.

Ese fuego no era la Democracia, pero en la densa tiniebla que envolvía a España, alumbró como si lo fuera. Y con esa débil luz caminamos a tientas desde hace más de tres décadas. Insisto: no es Democracia lo que tenemos en España; pero en aquella época terrible de lo que se ha dado en llamar la Transición, nadie se atrevía a hacer más sin alentar una asonada; nadie podía legalizar al Partido Comunista sin temer un levantamiento militar; nadie parecía estar capacitado para expedir el certificado de defunción del Movimiento. Nadie, salvo Adolfo Suárez.

Las mujeres lo adoraban, yo no me explicaba por qué! A mí me parecían más guapos algunos actores de cine! Pero las mujeres, todas, lo querían como marido; o como yerno. Su encanto personal era innegable; la televisión lo trataba con cariño. Suárez hablaba a la cámara y parecía que te lo estaba diciendo a ti: a ti, personalmente, sentado a tu lado, en el sofá de tu casa!

Mi padre, un volteriano esencial que durante la década de los 60 guardaba en casa libros prohibidos que intercambiaba con Don Fernando Becerra, mi maestro de 3º de Primaria (El Capital, de Karl Marx; Democracia, de Giscard DÉstaing; y otros cuyos títulos apenas pude entrever), estaba muy preocupado por Suárez; pensaba que en cualquier momento se le podía escapar de entre las manos la poca agua que sacaba con trabajos infinitos de ese mar embravecido que era la España postfranquista. Mi padre, que jamás fue de izquierdas, anhelaba la llegada de la Democracia como si de una epifanía se tratase: admiraba a ese hombre perfectamente trajeado y de raya impecable en su pelo peinadísimo; lo seguía y velaba por él. Y si mi padre, un hombre que elegía para leer en los sopores de las tardes de Chipiona breves tratados de Álgebra o la obra de Balmes, concedía tanta importancia a los afanes de ese señor de perfecto castellano que aparecía a diario en los telediarios, es que ese señor debía ser importante!

Y lo era. Vaya si lo era! Suárez se encaramó a codazos y sonrisas por encima del ruido de sables, de los más de cien muertos al año por ETA y los GRAPO, de la terrible matanza de Atocha, de la ultraderecha española, del Opus Dei, de la pedantería socialista, de la dureza comunista y del abotargamiento infinito que los españoles del común padecíamos. Subió por esa pared llena de aristas que era la situación política de una España brutal y robó el fuego a los dioses de la intolerancia. Un fuego débil, pero que iluminó a los españoles para salir del espanto de la Dictadura. Yo lo vi. Yo lo viví desde el sofá de mi casa, día a día; yo preguntaba a mi padre qué era lo que estaba pasando, y mi padre me lo explicaba.

Pero luego, cuando los españoles ya disfrutábamos de las primeras luces y sombras producidas por ese fuego robado a los dioses, la ira de los mismos se volvió contra quien nos lo había entregado; y por cometer hybris fue condenado a padecer la traición de sus correligionarios. Adolfo Suárez había sobresalido por encima de los demás hombres; había demostrado sin dudas de ningún género que valía más que cualquiera de sus coetáneos; que era más astuto, más decidido, más valiente y más seductor que todos los de su entorno. Y eso... Eso no se perdona en España!

Sus propios compañeros de la UCD lo ataron a una columna para cada día comerse sus hígados; la oposición socialista, que sin la labor de orfebre de Suárez jamás habría soñado con ocupar un solo escaño en el nuevo Congreso de los Diputados, lo machacó; los periodistas, que por fin disfrutaban de libertad de expresión, le atizaban de lo lindo. Un marasmo de águilas y buitres carroñeros se lanzaron a alimentarse de sus entrañas, como un nuevo Prometeo de Cebreros. Y Suárez, sin poder soportarlo más, después de luchar hasta la extenuación contra los suyos, acabó dimitiendo como Presidente del Gobierno.

Quién puede medir el profundo dolor que experimentaría un hombre así? Cómo calibrar el sufrimiento intensísimo que debió padecer alguien que, en pago a su heroica condición, a su capacidad de libertador recibe sólo la traición, el desprecio, el escarnio público y la burla? No podemos imaginar la altura de la pena que este gran hombre, este verdadero prócer, llegó a experimentar. Qué pueblo, sino el pueblo español, puede pagar así a sus héroes?

Yo creo firmemente que uno elige la enfermedad que le acaba dando la muerte. Suárez eligió el Alzheimer. Porque el Alzheimer supone la desmemoria, la posibilidad de olvidar. Estoy convencido de ello! Sólo con la ausencia de memoria se puede combatir tanto dolor, tanta amargura! Bien es verdad que quienes lo sufren acaban olvidando quiénes son sus propios hijos; pero también se olvidan de las traiciones, de los desplantes, del inmenso desprecio; se olvidan, en suma, del dolor consciente que provoca la contemplación de aquella miríada de hombres mediocres que lo abatieron con puñaladas certeras, en unos idus de marzo inacabables.

Dicen que fue Hércules quien lanzó una flecha al águila que a diario devoraba las entrañas de Prometeo, liberando a éste de su castigo olímpico. A Adolfo Suárez, el Prometeo abulense, lo liberó el Alzheimer, una enfermedad más poderosa que el propio Hércules. Y gracias al progresivo olvido, a la disfunción de la memoria, este enorme político pudo sobrevivir al dolor que provocan los desagradecidos, a la traición de sus correligionarios, al desprecio de los inútiles y al ostracismo al que le condenó en vida un pueblo de hombres tibios, de gente indiferente, de políticos mediocres, de periodistas paniaguados y, en definitiva, de hombres pequeños.

Y por más que ahora le hagan odas y ditirambos; por más que le cambien el nombre al aeropuerto de Barajas; por mucho que lo glosen y llenen las calles de España con su nombre sencillo y contundente, yo no puedo olvidar que Suárez, gracias al Alzheimer, y transformado por fin en Prometeo liberado, pudo olvidarse de España.

4 comentarios:

  1. Gracias por recordarnos cosas, valores y sensaciones olvidadas. No sólo Suárez tenía Alzheimer, lo tenemos todos en un grado u otro.

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  2. Ya sabes lo que dicen: No hay buena acción que quede sin castigo.

    Magnífico epitafio, Eduardo.

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  4. No es santo de mi devoción porque quiso dialogar hasta con los asesinos (etarras), hacer una Constitución de consenso (no una Gran Constitución, sino un café para todos). Pero tengo que reconocer que fueron peores sus amigos que sus enemigos y no se merecía tanta crueldad por el mero hecho de ser un patriota con buenas intenciones aunque un tanto ingenuo. Con todos quería quedar bien y a nadie contentó (ni siquiera así mismo diría yo). Aunque peor que su paso por la vida pública fue el drama familiar sufrido por el cáncer de su esposa e hija (eso sí que fue insuperable). Así llegó su única tabla de salvación, el alzehimer. Bravo una vez más don Eduardo.

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