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jueves, 27 de agosto de 2009

Un país de performers.



Viendo los sanfermines, y sufriendo el despliegue de medios nacionales e internacionales prestando toda su atención a semejante partida de catetos con chapela; comprobando que se retransmiten en directo, cada mañana, por la televisión pública, las carreras desaforadas de doscientos paletos navarros, periódico en mano, uno se pregunta a quiénes tiene por compatriotas. Pero luego llega la tomatina de Buñol, y uno contempla con estupor cómo 40.000 personas bailan a ciegas en un baño de sangre, rogando a sus convecinos que los rieguen con agua por Dios para quitarse los miles de litros de tomate aplastado que llevan en sus poros. Y aún no han acabado de limpiarse de rojo las calles cuando sale en la tele la merenguina, en Lliria, que es lo mismo que la tomatina pero con merengues pegajosos. O la nit del alba, en donde se lanzan cohetes desde los balcones de las viviendas, y luego toda la noche aguantando petardos. O el toro de la vega, pobre animal alanceado por los catetos de Valladolid... Y ¿cómo se llama el pueblo ése que celebra el fin de año en agosto, desde hace poco? Sí, hombre: que salen en la tele, con serpentinas y pelucas doradas tomando uvas y bebiendo champán caliente y chorreando de sudor en pleno verano... Valientes gilipollas!

Dios mío! En qué país he nacido? A qué se dedican mis propios paisanos, los ilustres sevillanos? Cuántos de ellos se visten de nazareno, o de costalero, o de flamenca, o de feriante con su caballo y todo, para contribuir a esta continua performance en que se ha convertido España? Parece como si cada ciudad, pueblo o villorrio de mala muerte tuviera que inventarse una sandez más grande aún que la anterior con tal de salir en la tele haciendo el panoli. ¿No pueden estarse tranquilos en sus casas, o en los bares? ¿Es necesario cortar el tráfico de la ciudad para dar rienda suelta a sus necesidades protagonistas?

Cualquier extranjero que visitara España hace más de un siglo, regresaba a su país impresionado, para bien o para mal, por la performance española por excelencia: la fiesta de los toros. Pero no podía tacharnos de aplastatomates, tiramerengues, pirómanos, suicidas a la carrera o subnormales sin calendario. Hoy día, la tauromaquia es ya lo de menos; mire uno por donde mire, vaya al pueblucho que vaya, siempre encontrará un grupo de catetos dispuestos a inventar una barbaridad más grande que la del pueblo de al lado con tal de salir en el telediario al menos un minuto.

Parece que ya no interesa la actividad individual y genuina. No, al menos, a los medios de comunicación. Lo que no es histriónico y chillón se confunde con lo aburrido. A los alcaldes y concejales, embotada su ética por los continuos tratos con las constructoras, no se les cae la cara de vergüenza de ninguna de las maneras, y permiten que sus conciudadanos hagan el imbécil con el apoyo económico e infraestructural del Ayuntamiento.

Somos, técnicamente, un país de chuflas. Los payasos del circo Ringling lo tienen cada vez más difícil con nosotros, porque España se ha convertido, en los últimos años, en un país de performers.