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jueves, 16 de diciembre de 2010

Satisfecho.



Los cuatro cadáveres de Olot, asesinados a tiros por Pere Puig Puntí, un albañil de 57 años, son algo más que el terrible resultado de una crónica negra. Porque no son cadáveres cualesquiera, no, sino símbolos: nada menos que dos constructores y dos empleados de banco; un padre y su hijo, dueños de una constructora, y el subdirector de una oficina de la Caja de Ahorros del Mediterráneo ("Para facilitarte la vida"), amén de una empleada de la misma. Cuatro cadáveres que, desgarradoramente, encarnan la Construcción y la Banca.

La Construcción y la Banca, como alegorías belle époque rodeadas de tules lascivos, flotando en el Parnaso inalcanzable al que nuestras heridas manos no llegan, han sido ajusticiadas sanguinariamente, domésticamente, impíamente por un albañil de 57 años, cuyas iniciales, P.P.P., evocan el monótono latir de un monitor de la UCI.

Los verdaderos artífices de la Gran Crisis del XXI, que no han sido otros que las constructoras y los bancos, mamporreramente aliviados por el Estado y la Bolsa (y cuyos astronómicos beneficios siguen estando íntimamente ligados a esta bárbara manera de respirar el Mundo a la que el Gran Capital ha venido a parar), han sido linchados simbólicamente en los cuerpos exangües de estas cuatro personas. Y cuando digo simbólicamente no eludo que hay cuatro cadáveres verdaderos, cuatro seres humanos que han perdido la oportunidad de congraciarse consigo mismos antes de morir, cuatro ataúdes rellenos de vida recentísima, cuatro personas reales, cuatro muertos de pueblo.

Lo simbólico es que pertenezcan, por pares, al Gran Par Motor formado por lo que vulgarmente se conoce como el ladrillo y las finanzas, las dos estructuras íntima y visceralmente entrelazadas sin las cuales jamás habríamos llegado a donde por desgracia estamos empezando a llegar: a una profunda depresión; una depresión social, más aún que económica.

Los españoles, cuyo gentilicio es ya tan difuso (qué es, ya, ser español?) sentimos -según una recentísima encuesta a nivel nacional- que somos impotentes, desmañados, incapaces de frenar este runrún salvaje que diariamente nos escupe a nuestras mestizas caras -desde la tribuna incontestable del Telediario- que no llegamos; que nos embargan; que, junto a los laxos griegos, a los indolentes irlandeses y a los portugueses suaves, nos tienen que rescatar (rescatar de qué? De dónde?); sentimos que de nada han servido tantos años de trabajo; que los sacrificios y las apreturas por lo de Maastricht fueron en balde.

Quién se ha quedado tánto dinero? En qué cueva irreal guardan esos alibabás las ilusiones, en forma de hipotecas y créditos, de tántos españoles carrefourianos? Dónde está la energía en que, sin más remedio, se ha transformado todo el trabajo de los profesores, de los médicos, de los taxistas, de las cajeras del supermercado de abajo? Quiénes han malogrado tántos años de poner en práctica siete u ocho de los Diez Mandamientos? Sin ningún género de duda, ellos: las constructoras y los bancos.

Las constructoras, sobornando concejales; los ayuntamientos, conchabados con los bancos, aceptando el órdago; los altos directivos de la Banca, promoviendo riesgos sin miedo a que estallase la vejiga del pez. Congresos de financieras, amamantando putas de lujo, reventando las alacenas de los chefs de la nouvelle cuisine, descorchando Möet-Chandon sobre alfombras tejidas con la patética ilusión de nuestros limitadísimos sueldos.

Han sido muchos años de derroche; mucho, el dinero que ha pasado de nuestras manos a las suyas. Y dónde está ahora? Cómo que han quebrado las constructoras? Cómo que la Banca se declara insolvente? Qué habéis hecho con el pan de mis hijos? Dónde dilapidásteis el fruto de mi renuncia a comprarme un abrigo largo?

Un albañil (nada menos) de 57 años lleva cinco meses sin cobrar; su jefe - que lo es desde hace 20 años-, pese a no haberse declarado en quiebra, no le paga. En la Caja de Ahorros del Mediterráneo ("Para facilitarte la vida") le notifican que, como no está pagando su hipoteca, le van a embargar el piso en donde vive con su padre octogenario. Aficionado a la caza, hombre soltero y reservado, Pere Puig Puntí abre al amanecer el armario donde guarda las cananas; saca la escopeta, la revisa, la limpia y la guarda en el maletero del coche. Entra en el bar donde desayunan su jefe y el hijo de éste; les descerraja un tiro a cada uno; con su ojo cazador, los da por muertos (porque lo están); se sube al coche y se va al banco; apunta al subdirector que le quiere quitar el piso, lo ve suplicar por un instante, afianza la culata en el hombro y lo fulmina; luego, a la de la ventanilla, Dios sabe por qué.

"Estoy satisfecho", ha dicho. Y por todos los infiernos que lo está.