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lunes, 26 de julio de 2010

Malnacidos


Han terminado las oposiciones a profesor de Conservatorio. Me he quedado, literalmente, a una centésima de aprobarlas (un 4.99 me han puesto), entre otras razones porque presenté la Programación con un interlineado de 1.5 en vez del que se especificaba en la convocatoria (interlineado sencillo: 1.0) y me la han invalidado. No me quejo: asumo mi responsabilidad.

Pero no voy a hablar de mis oposiciones, sino de las chicas y de los chicos de la Administración; de aquéllos cuyo trabajo consiste, entre otras funciones, en colgar en la página de la Junta de Andalucía las notas, los puntos de la baremación, los destinos provisionales y cualquier otra información que para ellos (y para la mayoría de ustedes) es trivial y para alguno de nosotros es crucial.

El viernes pasado, 23 de Julio de 2010, debían haberse publicado los puntos de la baremación definitiva de los opositores a Enseñanzas de Música. Los que reclamamos hace una semana por los muchísimos errores de baremación cometidos, tuvimos sólo un par de días para hacerlo, un estrechísimo margen que la propia Administración nos impone a fin de agilizar la publicación definitiva de estos baremos.

Saben ustedes? Yo nunca había estudiado más o menos en serio para unas oposiciones. Y en esta ocasión lo he hecho y he conocido de cerca el desgaste personal, emocional, económico y hasta familiar que supone prepararse para una contienda así. Y cuando digo contienda no me refiero a competir contra mis colegas músicos o profesores de música, sino contra la Administración y sus exigencias y estilo decimonónicos: fotocopias compulsadas; escopiafieldeloriginal hasta en las encías; encuadernaciones con una sangría específica sin la cual se despierta el Leviatán; interlineados exigidos por un Júpiter tonante que lanza rayos y te da en el baremo; instancias reclamatorias dirigidas al baremador, en las que, en un lenguaje de Pérez Galdós, hay que besarle los pies al inepto que ha considerado que tu Título de Profesor no está relacionado con tus estudios y por ello no te lo ha baremado. Y así podría seguir varios párrafos más.

Mi pareja ha hecho estas mismas oposiciones, pero en otra especialidad instrumental. Pese a toda suerte de complicaciones, ha obtenido unas calificaciones tan altas que, en principio, ha conseguido una plaza de profesora. Pero hasta que no se publique el baremo definitivo (el que tenía que haber salido a la luz de internet el viernes pasado) no puede celebrarlo. Ni celebrarlo ni lamentarse (en caso de que algo extraño hubiera ocurrido, siendo extraño un calificativo que ya no tiene cabida en las oposiciones andaluzas desde hace decenios).

Ni risas ni lágrimas. Ni alegría ni dolor. Ni celebración ni duelo: así estamos desde hace tres días y tres noches. Y todo ello después de haber pasado un par de meses de los nervios y concretamente las cuatro últimas semanas viajando sin haber dormido, malcomiendo, con diarreas prolongadas y siempre al límite de lo imposible. Después de esta vorágine de ansiedad, nos apuntillan con un retraso de tres días -inscrito en un fin de semana de 44º de temperatura- en el que no acertamos a saber si estamos vivos o estamos muertos.

Nos han convertido, con este impás infame, en unos no-sferatu con los pelos descompuestos. A ella, por haberla sumergido en esta instantánea del péndulo detenido en un extremo; a mí, por empatía y porque no quiero verla así. Y del mismo modo están todos aquellos que han aprobado con buena nota y esperan sólo la confirmación de la Administración para celebrarlo, para saltar por el salón de sus casas como un Iker Casillas triunfante.

Pero no podemos hacerlo. No nos dejan. No nos lo han permitido aquéllos que deberían haber hecho su trabajo antes del viernes pasado. Porque en vez de meter todos los resultados en la página en su momento, se han dedicado a aquello que hacen siempre: a irse a desayunar media con jamón al bar de enfrente de la Delegación; y luego, a eso de la una, a tomarse una cervecita con gambas de Huelva; y más tarde, al cortinglés de Nervión, que se van a llevar el pareo que vi el otro día. Y así, todos los días; todos los medios días de nueve a dos, desplazándose por entre los marmóreos pasillos pulidos con un folio en la mano, languideciendo, corvadas las espaldas ellos, Tamara de Lempicka ellas, mataharis administrativas que eluden sus obligaciones funcionariales, que prolongan la publicación de los baremos, de las notas, de los destinos provisionales, de la amnistía general o la pena de muerte sin recurso posible de los reos/opositores.

Tres días añadidos de silencio, de duda, de espanto mudo. Tres días de dolor o de alegría reprimida por culpa de estos miserables haraganes. Tres días añadidos de ansiedad y de temor. Malditos sean ellos, ellas y sus descendientes hasta la cuarta generación! Maldita sea la leche en sus cafés! Maldito su jamón a media mañana! Hez de la tierra! Asnos inauditos!

Malnacidos!

martes, 20 de julio de 2010

Hiyab, Nicab, Burka, Chador.


Realmente, no deberíamos estar hablando acerca de si respetar o no una religión; de si permitir una costumbre o un rito; la brutal situación que nadie parece alcanzar a ver es que estamos siendo testigos mudos, cómplices silenciosos acaso, de un genocidio mundial sobre el Género Femenino.
Vamos por delante, en Occidente, en los asuntos que competen a la constitución de una sociedad más justa; los Derechos Humanos y la lucha por su aplicación son una conquista de Occidente. Esta aspiración sienta las bases -con todas sus injusticias- de nuestra estructura social, económica y política. Occidente respira por haber sabido gestionar las estructuras que propician su propia Libertad; y, si bien es cierto que no respira bien del todo, sí lo es que sus instituciones, sus ciudadanos, sus estructuras administrativas y sus celebraciones están construidas en torno a la libertad del individuo y a la igualdad entre los géneros. Al menos, por tales conceptos luchamos todos.

Esta complejísima red estructural-emocional es la que permite dar cabida en su seno a ciudadanos de otras culturas y otras costumbres, incluidos aquéllos cuya procedencia y costumbres parecen desmentir las bases político-sociales de los países occidentales que los acogen con toda suerte de garantías; garantías de las que carecen en aquellos estados de los que proceden y de los que, evidentemente, huyen para sobrevivir.

No se trata de discutir sobre la bondad o no de la ablación; ni de si la lapidación de una viuda que ha mantenido una pudorosa relación años después de perder a su marido tiene aún sentido en determinadas zonas geográficas. No hay zona geográfica en el Planeta lo suficientemente al margen de la Inteligencia que pueda dar por buena la tortura, la castración, la muerte a pedradas o la ocultación sistemática de la propia personalidad bajo unos harapos denigrantes por el hecho de haber nacido mujer.

Aquéllos que ocultan a sus mujeres, que les tapan la cara, que les ocultan el pelo, los brazos y hasta los ojos deben ser perseguidos por el Derecho Internacional, juzgados por malos tratos y genocidio; y, acto seguido, ser encerrados en centros especiales de reeducación en donde, tras los años que sean necesarios, alcancen a comprender la barbaridad que han cometido contra su propia estirpe en particular y contra la Especie Humana en general.

En los países en donde el Islam usurpa el sitio que debería ocupar la Política (no digo ya la Democracia) se está desarrollando a diario un genocidio vergonzante en el que los malos tratos sistemáticos están ya bajo la piel de las propias mujeres que los padecen, las cuales, al igual que todas las desgraciadas víctimas de malos tratos, defienden aterrorizadas a sus verdugos, padeciendo ya un síndrome de Estocolmo de tal calibre que resulta evidente la necesidad de cuidados psicológicos y rehabilitación emocional.

Ni el petróleo, ni el terrorismo de Al-Qaeda, ni la situación estratégica en Oriente Medio, ni la implantación de la Democracia son razones suficientes para emprender una guerra contra estas naciones, pues sería una Guerra Mundial de consecuencias imprevisibles, y moriríamos por defender cuestiones que, en el fondo, ocultan intereses vicarios. Pero la liberación de los ochocientos millones de mujeres que están bajo el pie de hierro del Islam sí sería un motivo verdaderamente digno como para lanzar una ofensiva liberadora. No digo que hubiera que hacerlo, pero sí afirmo que ése sí me parece un motivo lo suficientemente contundente como para declarar una guerra. Aunque -ya lo sabemos- las guerras son infinitamente peores que los motivos que las encienden: habremos de esperar a que estos torturadores empiecen a ver la luz.

Mientras tanto, millones de mujeres sufren. Y no sólo por las prendas, que son símbolos; sino por aquello que simbolizan. Porque no sólo el burka es una tortura terrorífica que hunde a la mujer en los abismos de la tristeza y el dolor; también lo son el chador, el nicab y hasta el hiyab; porque el problema, el insulto, el espanto no radica en ponerse un pañuelo en la cabeza o en llevar un velo que oculte el rostro, sino en el motivo inexorable por el que estas pobres mujeres están obligadas a ponérselo: por obediencia estricta. Pero -y peor aún- no por obediencia a su marido, que ya sería incompatible con la propia dignidad de la mujer, sino por obediencia a un rito religioso cuya máxima preocupación parece ser la de evitar por todos los medios que la mujer se exprese, que la mujer ejecute, que la mujer se adueñe de su propia vida.

Lo siento: no puedo llamar hombres a aquéllos que temen tanto a sus propias mujeres que han decidido organizarse para hacerlas callar, para enterrarlas en vida, para sacrificarlas, para lapidarlas, para, en definitiva, destruirlas como seres humanos desde el momento en que nacen. No puedo, no quiero llamarles hombres porque no lo son; desde el momento en que renuncian al desarrollo y la contemplación embriagada de la Mujer, pierden la categoría de hombres para abrazar la de homínidos: homínidos ridículos y vergonzantes; chusma carente de integridad emocional; bastardos aterrorizados, cobardes, temerosos de enfrentarse a su propia contingencia.

Qué forma de vida es ésta? Qué terror indefinido guardan estos maltratadores en su corazón? Es que vamos a permitirles que sigan oprimiendo a sus mujeres (a la Mujer, en general) ante nuestras occidentales narices? Acaso hay que filosofar mucho más para percatarse de que no se trata de dilucidar si es un rito o una costumbre? Pero qué costumbre ni qué narices? Esto es España! Esto es Europa! Los españoles hemos navegado por entre cuarenta años de indignidad, impidiendo que nuestras madres, nuestras novias, nuestras mujeres y nuestras hijas pudieran siquiera abrir un negocio sin la supervisión de sus maridos, como si las mujeres fueran disminuidas psíquicas! Hemos renunciado a la peor parte que teníamos y la hemos ahogado en el recuerdo para poder al fin llamarnos hombres y mujeres libres!

Cómo podemos entonces permitir que estas pobres mujeres, emigradas de países profundamente antidemocráticos, que vienen huyendo de ese dolor y esa vergüenza para dar una oportunidad a sus hijas, tengan que seguir sufriendo en nuestro entorno occidental la opresión, la tortura y la vergüenza de ser llamadas inútiles públicamente por sus maridos? Porque ese velo impuesto, ese chador obligatorio no es otra cosa que un tremendo insulto público: un insulto hacia la Mujer; un insulto hacia el Género Humano, del que la Mujer es, en mi opinión, la parte fundamental y la esencia última.