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jueves, 9 de mayo de 2013

Varias tallas más.

En el último año y medio (desde que Rajoy ganó las elecciones con mayoría absoluta), España ha sufrido cambios profundos; no tanto en su situación económica -los números; la cábala financiera- como en el elenco de nuevos personajes que pueblan el escenario social, entendiendo el término personajes como esos nuevos conceptos que se manejan con una familiaridad, a veces, pasmosa: prima de riesgo; rescate; objetivo de déficit; deuda pública; troika; apalancamiento; desapalancamiento... O esos otros, aún más vaporosos: derecho a decidir; paz social; afectados por la hipoteca; escracheremodelación del Estado; devolución de las competencias; reforma de la Ley Electoral; República...

En la controversia clásica entre los lingüistas partidarios de que el pensamiento es anterior al lenguaje y aquellos otros que afirman que es el lenguaje el que construye el pensamiento, yo, desde mi primera clase en la Facultad de Filología, emocionado y aterrorizado a la vez por asistir a un encuentro masivo ante un profesor lejano y vivaz que nos proponía asomarnos al abismo, me decanté sin lugar a dudas por la segunda concepción del pensamiento. El viejo Humboldt, superviviente del Siglo de las Luces, lo explicaba maravillosamente: la adquisición de conceptos nuevos enriquece el pensamiento del Hombre; y con éstos, como nuevas herramientas, puede acceder a otros conceptos más complejos; así, la capacidad de profundizar en sistemas de pensamiento cada vez más elaborados permite al ser humano tomar decisiones, vivir su vida, emocionarse y crecer en muchas más direcciones -radialmente- que si manejara sólo los rudimentos básicos de una comunicación elemental.

Estos personajes en forma de conceptos que han enriquecido el lenguaje de los españoles durante este convulso año y medio, también han hecho crecer nuestra comprensión del mundo, del país en el que vivimos: han modificado nuestra percepción de España.

Ya sabemos todos que la prima de riesgo es un concepto que ya existía antes del cambio de Gobierno; incluso que existía antes de los primeros signos de la Gran Crisis. Pero no había dado el salto mortal que salva el barranco existente entre la jerga financiera y el lenguaje de la calle. La prima de riesgo, para el imaginario colectivo de los españoles, sencillamente no existía. Ahora no sólo existe, sino que existe mucho: está en las conversaciones de café con tostada en los bares; cada telediario, cada corte informativo de la radio nos informa detalladamente de la prima de riesgo española como si de la salud de un moribundo Jefe del Estado se tratara: está mejor; ha recaído; se le ha complicado con una neumonía...

No somos los mismos. No somos los mismos españoles ahora que hace un año y medio. Nuestra Soberanía ha sido puesta contra la pared en un callejón oscuro y, con una navaja arañándole el cuello, tiene que dejarse manosear, lamer lascivamente por alguien semioculto entre tinieblas; alguien que no nos va a asesinar, pero que no piensa retirarse hasta quedar satisfecho a base de extrañas solicitudes: reducir el déficit; recortar el gasto público; bajar la altura de las olas en nuestras costas; disimular el sofoco del sol mediterráneo...

A velocidad de vértigo, las ideas reformistas recorren la Península de extremo a extremo: la estructura del Estado ya no nos gusta; las Comunidades Autónomas se nos muestran de repente como una losa, como una maldición bíblica, como una inmensa mala yerba que hay que arrancar de raíz! La Ley Electoral ha quedado obsoleta; los ciudadanos no nos vemos representados en estos partidos políticos que en escasos treinta años han pasado de ser los héroes de nuestra modélica Transición a un puñado de bandidos. Los sindicalistas tienen que caminar por la calle levantándose la solapa de la chaqueta de pana, por miedo a ser linchados a manos de los trabajadores. La representación parlamentaria se contempla, en suma, como una parodia insultante: "no nos representan!", gritan las multitudes enfurecidas. Miles de perroflautas y de gentes del común se citan para cercar y asediar el Congreso, una y otra vez. Hombres y mujeres que son la imagen de la desesperación se dan la muerte a sí mismos ante la inminencia del desahucio.

En poco menos de año y medio han surgido toda suerte de plataformas, colectivos, lobbys, grupos de presión ciudadana: el 15M, la PAH, STOP Desahucios, Reconversión, Foro de la Sociedad Civil, Partido X, Escaños en Blanco, La Resistencia, Atrapa, DENAES, Jóvenes sin Futuro... Todos estos movimientos significan un anhelo de representación parlamentaria dignificante; algunos de ellos derivarán sin duda en partido político. Pero con qué Ley Electoral podrán sembrar su trigo? Con la misma Ley paródica y ya insultante que rechazamos en masa? Qué futuro les espera a tanto ciudadano deseoso de que haya verdadera Democracia, verdadera Política en España? Serán fagocitados individualmente por estos partidos ciegos que se niegan a rehacer por completo una Constitución desgarrada? Exasperados, ¿se pasarán al lado oscuro de la Fuerza y engrosarán las hordas que a sangre y fuego quieran arrasar no sólo el decorado sino el escenario, las bambalinas y hasta el patio de butacas?

No llega a seis meses el tiempo en el que Cataluña ha plantado públicamente sus pretensiones secesionistas con una claridad que en cierto modo es de agradecer. En mitad de la tormenta económica, los separatistas catalanes, perseguidos por un tropel de delitos contables que maquillan los jueces comprados que en el Condado abundan, huyen hacia delante y lanzan un guante a la cara misma del Estado. El Gobierno, entre pacato y ensimismado, no tiene siquiera la dignidad mínima que se requiere para recoger el guante; y, envainándosela, permite que el resto de los españoles sea insultado un día y otro; permiten que estos delincuentes fiscales y secesionistas nos llamen ladrones a diario en todos los medios de comunicación: dentro y fuera de España. No hay respuesta. No hay amor propio. Sólo silencio administrativo. Y estupor.

Es orgánicamente imposible que el mapa emocional de los españoles no haya cambiado drásticamente en este año y medio. Si, como dicen, la necesidad obliga a evolucionar, los españoles puede que seamos el pueblo que más rápida y profundamente esté evolucionando en todo Occidente. Nuestra idiosincrasia en cierto modo constructiva (el mayor banco de donación de órganos del mundo, que es el español, así lo atestigua) nos está permitiendo no llegar a revueltas sangrientas ni a violentas catarsis explosivas pese a la articulación organizada de las algaradas por la izquierda melancólica. Y con la derecha no hay nada que temer: la democratización medular a la que ha sido sometida durante estos últimos treinta años, profunda y visceral, permite que no se aliente al Ejército a hacer ruido de sables desde los despachos de los industriales; y si algún empresario añorante del franquismo se hubiera atrevido a hacerlo, de inmediato habría sido marcado como un apestado por el Ejército mismo.

Es imposible, como digo, que los españoles no seamos el pueblo que más ha aclarado sus ideas en estos últimos dieciocho meses. Con grandes pérdidas económicas; con altas piras funerarias en las que hemos sacrificado decenas de privilegios que hasta hace poco disfrutábamos. Nos han tildado de frívolos, de derrochadores, de vivir porencimadenuestrasposibilidades; hemos entregado la cuchara; nos hemos bajado los pantalones; hemos dejado de producir, de vender, de comprar, de viajar, de percibir las pagas extra, de tener una atención sanitaria mínima. Despedimos a nuestra juventud en aeropuertos desconchados, quizás para no verlos más.

Pero en ningún momento hemos dejado de reflexionar acerca del origen de nuestra desgracia. En ningún momento hemos apagado la luz de la débil pero digna antorcha que aún portamos en la mano, como un Filípides agonizante. Y con esa penumbra leve -que es casi tiniebla- hemos vislumbrado qué es lo que queremos para nosotros mismos y para nuestros hijos; y para los hijos de sus hijos. Y lo que queremos es detener esta máquina atascada que a cada vuelta de engranaje tose, humea y barrunta espantos de tristeza.

Queremos cambiar la Constitución de arriba abajo. Devolver las competencias esenciales al Estado. Desmontar ordenada pero irreversiblemente la macro estructura llena de aristas del experimento autonómico. Dejar de gastar decenas de miles de millones al año en políticos que realmente, verdaderamente, con la sonrisa eginética que otorga la certeza absoluta no necesitamos. Queremos cambiar la Ley Electoral de la raíz a las puntas. Elegir Diputados de Distrito: uno por cada 100.000 habitantes. Aplicar con todas las garantías la feliz y diamantina Separación de Poderes, verdadero bebedizo que acabará con la corrupción sistémica que padecemos. Necesitamos, es urgente, abolir las desigualdades entre los españoles: derogar el Fuero navarro y el Concierto vasco; que todos los ciudadanos sin excepción contribuyan al amejoramiento de la Nación. Queremos disminuir drásticamente el número desorbitado de municipios. Anhelamos, por dignidad también para ellos, quitarle el aforamiento a los políticos. Nos urge tipificar el Golpismo, el Fundamentalismo, el Terrorismo y el Nacionalismo como los cuatro grandes delitos de Estado que son. Y, agradeciendo los servicios prestados al Rey Don Juan Carlos, quizás declarar la República; sin más miedo que el de que nos quieran retrotraer a los oscuros años en que nos vimos obligados a tomar aquellas decisiones provisionales que hoy conocemos como la Transición.

En año y medio hemos crecido exponencialmente. Corremos el riesgo de parecer una raza de gigantes democráticos. Los políticos que ahora nos dirigen parecen, a nuestro lado, las figuritas de un portal de Belén tardofranquista.
Seamos serios: a la ropa con la que nos vistieron a los españoles durante la Transición le han estallado todas y cada una de las costuras. Llevamos las vergüenzas al aire; los músculos al sol. Creemos, y no nos cabe duda alguna de esto, que ya ha llegado el momento de cambiar de vestuario. Porque la verdad es que necesitamos varias tallas más.

Eduardo Maestre