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domingo, 30 de mayo de 2010

Una sucia barretina.


Yo veo el Festival de Eurovisión. Lo veo, si puedo. Me desagrada el sistema de votación (que tarde o temprano acabará abandonando la organización, por la injusticia manifiesta en el reparto de votos obligados que son, desde hace años, aburridísima moneda de cambio de la política territorial), pero el desarrollo del Festival me interesa en muchos sentidos; y no sólo en el sentido musical, que a menudo raya en el feísmo más kitsch, sino -y sobre todo- en el aspecto social: me asombra contemplar qué imagen quieren dar de sí mismos los países más alejados del primer plano de la política internacional; observo los progresos estéticos que se esfuerzan por hacer aquellos pequeños o grandes territorios que aún arrastran conflictos bélicos y extremas desigualdades sociales dentro de sí; me enternece ver cómo suben al escenario personajes inexplicables para la Europa oficial: campesinos tocando flautas autóctonas; danzarines con trajes regionales portando búcaros; tañedores de fídulas y demás instrumentos étnicos amplificados; personajes ataviados y listos para trashumar; señoras sobrealimentadas y en plena menopausia, haciendo gorgoritos más propios de una boda en Kazajistán que de una muestra pop... Esto es lo que me fascina del Festival de Eurovisión!

Casi nunca me gusta la canción que representa a España. En mi opinión, desde la maravillosa "Eres tú", de Juan Carlos Calderón -interpretada por Mocedades-, no ha habido nada igual en la escena de este concurso. Hemos llegado a presentar bodrios de una altura importante; adefesios que hacían pensar, y con razón, que los españoles nos estábamos cachondeando del Festival; incluso este mismo año hemos estado a punto de permitir que nos representara un personaje del lumpen de la prostitución emocional (vulgo: programas del corazón) como es Karmele Marchante: por fortuna, los legionarios de internet, en una movilización sin precedentes, no lo hemos permitido.

La canción "Algo pequeñito", que nos representaba este año, no es fea; a mí, desde la primera audición hace semanas, me recordaba esas baladas del pop inglés de los Sesenta, algo melancólicas pero inquietantes; y ese tres por cuatro en modo menor tras el cual se perciben algunas disonancias cercanas a lo siniestro me evocaba la banda sonora de la magistral película "La Huella", de Mankiewicz; de hecho, al ver a Daniel Diges en el escenario rodeado de soldaditos de plomo que cobran vida, arlequines maquillados a lo Blade Runner y bailarinas movidas con resorte, corroboré la primera impresión que dicha canción causó en mi machacado espíritu.

Desde que la oí, en ningún momento consideré la posibilidad remota de que España pudiera ganar el Festival de Eurovisión con esta canción. No sólo por nuestra situación geográfica, que nos priva de estar rodeado de países pequeños que nos voten por cuestiones socio-políticas; sino porque siempre he creído que una canción, para triunfar en Eurovisión, debe ser extrapolable a las discotecas de toda Europa; debe tener un ritmo contundente, una melodía alegre y pegadiza, un aire desenfadado. No, desde luego, un tres por cuatro en modo menor. Daniel Diges me cayó bien desde el primer momento; lo consideré un libertador que nos había quitado de encima a la Marchante y que podía subir con dignidad a las tablas europeas; pero nada más.

Sin embargo, lo que no podía imaginar era lo que ocurrió: de repente, y cuando aún no había transcurrido ni un minuto, apareció en el escenario un catalufo, un disminuido social; se metió entre Daniel y la bailarina que estaba en primer plano y se puso a canturrear como si fuera parte del espectáculo! Por fortuna, en menos de diez segundos aparecieron los de seguridad del Festival, y el cobarde catalufo salió por piernas de allí. Una vez abajo, flanqueada por dos seguratas que se lo llevaban, la silueta de su barretina se recortaba sobre la luz del escenario.

Pensé que era un independentista catalán que aprovechaba la retransmisión en directo a ciento veinte millones de espectadores para reivindicar su catalanidad impenitente. Luego, los medios de comunicación desmintieron este extremo y aclararon que era un gilipollas profesional, un imbécil especializado en reventar actos públicos: por lo visto siempre se ha paseado con la barretina en la cabeza a la hora de usurpar la atención prestada a otros con mucho más talento; le ha lanzado la bandera del Fútbol Club Barcelona -su equipo- a la cara a más de un jugador de talla internacional; le ha querido colocar en la cabeza la puta barretina nada menos que a Federer; se ha paseado en bolas, con la barretina de los cojones sobre sus cuernos, en eventos deportivos importantes... Enfín (todo junto y acentuado, sí): que, sin haber aprendido a ganarse el respeto de los demás, probablemente por haber tenido una infancia difícil, este catalán disminuido social ha decidido convertirse en el paradigma de lo parasitario cometiendo estos desmanes.

Sinceramente, yo no creo que este tipo esté al margen de la protesta independentista catalana. Es más: estoy convencido de que tiene su público en Cataluña; y mucho. Me imagino a los de Esquerra Republicana, en sus barretinizados pisos, celebrando la ocurrencia de su caganer de cabecera. Hoy,con toda seguridad, es el héroe de la mitad de los catalanes; y la vergüenza de la otra mitad, claro, pues allí hay un montón de gente -más de la mitad de la población- que se avergüenza de estas demostraciones de catetismo.

Me juego el cuello a que este tío no va a parar de hacer galas con la barretina a partir de hoy; le auguro un brillante futuro apareciendo en actos públicos del catalanismo. Estoy convencido de que Carod-Rovira y otros enfermos sociales lo van a adoptar como mascota para premiar lo mucho que nos jodió anoche al resto de los españoles que nos faltara el respeto un imbécil con barretina.

Los gestos no es que sean importantes: es que lo son todo. Lo único que nos distingue verdaderamente del resto de los animales es la capacidad de versificar, la de hacer música y la de simbolizar; los gestos son acciones simbólicas, y en ellos se concentra un precipitado de información, emociones y mensajes; el hecho de que el tarado éste (cuyo nombre me niego a difundir en mi blog) llevara una barretina, dice mucho de él. Y que los catalanes no hayan machacado ya, a estas horas, en los telediarios y en las noticias radiofónicas a este carajote; que los nacionalistas de Convergencia y Unión no lo repudien ipso facto, en menos de 12 horas (anoche mismo deberían haber salido a avergonzarlo públicamente), es un síntoma de que están conformes con el insulto.

Pues bien: yo soy español; la canción de Daniel Diges (que ha demostrado ser un profesional como un castillo manteniendo el tipo hasta el final, con la enorme tensión que debe ser para un cantante actuar en directo ante 120 millones de telespectadores) no era para ganar, pero me representaba a mí y a mi Nación; y no estoy dispuesto a permitir que un cateto nazi-onanista me falte al respeto a mí y a mi país, en público y ante 38 países más que participaban en Eurovisión.

O este tío va a la cárcel una temporada, y además salen Durán y Lérida y Arturo Mas, o Montilla y sus secuaces, inmediatamente, a desmarcarse oficialmente de este insulto a los españoles, o consideraré ese gorro fenicio una prenda infame, digna de ser llevada exclusivamente sobre cabezas como la del hijo de puta que anoche nos escupió a todos a la cara.

Espero una satisfacción por parte de los catalanes; si no, esa barretina se convertirá en mi imaginario, para los restos (y creo que en el de muchos españoles), en lo que fue anoche para vergüenza de todos: una barretina sucia y despreciable.

Eduardo Maestre.