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miércoles, 16 de septiembre de 2009

Pago yo.

Es evidente que la mayoría de nosotros estamos fuera del foro en el que se cuecen los dineros. No me refiero a los dineros que resultan de montar un negocio de trajes de novia o abrir un restaurante; ni siquiera a los pingües beneficios que supone dedicarse al pop -aún- bajo los auspicios, claro, de alguna discográfica internacional (que ya son dineros). No. Los dineros de los que hablo son los que se derivan de las grandes operaciones comerciales; aquéllos cuyas cifras se me antojan astronómicas: los de las petroleras; los de los grandes bancos; los que se manejan con la connivencia de los despachos estatales. De esos foros, digo, estamos excluidos la mayoría de los mortales.

Hace unos pocos años -cuatro o cinco- las bolsas marcaban máximos históricos cada diez días; las constructoras, con la aquiescencia de los ayuntamientos, no daban abasto; se construía hasta encima del agua. Yo he conocido a más de un albañil que estaba ingresando, de tanto trabajo que había, seis mil y hasta ocho mil euros mensuales (en su mayor parte, en dinero negro); me preguntaba cuánto cobraría entonces un capataz; y, sobre todo, qué beneficios tendrían los constructores. E imaginando la sideral cifra de estos dineros cósmicos, tutelados por los bancos, me aterrorizaba apocalípticamente cuando pensaba en el volumen de negocios bursátiles que estaríamos alcanzando, la mayoría de ellos cocinados desde la rama cabalística hipercafeinada que supone el acorbatado gremio de los brokers.

Llovió algo más de lo esperado, un arroyito corrió insistentemente entre los pies de barro del Golem hipertrófico en que se había convertido la economía occidental, y éstos se quebraron, dando al traste con el monstruo. El 11 de Septiembre de 2008 (día fatídico, y de nuevo en Yankilandia) quebró el banco Lehmann Brothers, símbolo de estas dudosas y oscuras ingenierías paraeconómicas, jodiendo la economía mundial en pocas semanas. Lo demás, ya lo saben ustedes: quiebras en cadena; cierre masivo de empresas y negocios (pequeños y medianos, que son los verdaderamente fundamentales); descenso en picado del consumo; y destrucción masiva de puestos de trabajo.

Aquí, en España, nuestro particular folclore coloreó la situación otorgándole tintes de verbena. El Gobierno, tras negar la evidencia durante meses, reaccionó tarde y mal. Cuando lo hizo, fue a través de inyecciones brutales de capital (nuestro capital) a los bancos y cajas, principales responsables de la crisis; y luego, perdonando y condonando a las constructoras, y contratando a mansalva a los otros corresponsables e instaurando el tristísimo Plan E, que consiste en abrir zanjas por las mañanas para volverlas a cerrar por las tardes, convirtiendo a cada albañil en una insospechada Penélope, esperando a un Ulises que no llegará jamás.

Y una vez invertida -y esquilmada- una parte importante de las arcas del Estado en salvar de la quema a los bancos y a las constructoras (los verdaderos malos de la película), nuestro Gobierno decide que los dineros que les faltan para cuadrar el balance de esta ruina, provocada por su imprevisión y su debilidad, los va a sacar subiéndonos los impuestos a los que nada hemos tenido que ver con estas prácticas -los excluidos de los grandes beneficios- hasta cifras leoninas. Yo ya pago el 25% de mi sueldo en impuestos directos; pago impuestos indirectos por haber llenado el depósito de gasoil de mi coche para ir a trabajar, durante años, de una ciudad a otra; y por fumador (que lo he dejado hace mes y medio), he pagado millones en impuestos; y por vivir en Sevilla, la Ciudad de los Impuestos; y por tener un coche viejo; y por ser propietario (jajajaja... Propietario!) de un piso pequeño. En definitiva: pago impuestos por vivir.

Pero, por lo que se ve, no han sido suficientes los impuestos que he pagado; no hemos contribuido lo necesario como para que el Estado creara y mantuviera un cuerpo específico de vigilancia que nos defendiera de los grupos macroeconómicos y sus piratas; una Policía Económica que nos salvaguardara de los desmanes de la Banca, las constructoras y los tahúres de la Bolsa, cuya lujuria desenfrenada, tras permitirles amasar fortunas cósmicas, cifras irreales, nos ha sumido a todos en esta tristeza de pequeños locales de barrio cerrados y colas soviéticas ante las puertas del INEM.

Ahora, además de pagarles a estos cabrones la juerga, la coca, las putas y el champán, hay que pagarles la resaca y el ibuprofeno. No importa; guárdense sus carteras, queridos especuladores: pago yo.

martes, 8 de septiembre de 2009

Hemos ganado.

Anoche vi un reportaje magnífico del ya modélico programa Documentos TV: La Revolución Sexual en China. Me ha emocionado. Todos esos chinos pasando por la euforia que hace 30 años pasamos los españoles: primero, en la Apertura del Franquismo; y luego, en la Movida de los Ochenta, que no fue otra cosa que sexo, sexo y más sexo, al fin!

Yo considero que Occidente se caracteriza con claridad por unos pocos aspectos: el primero de ellos -pero no el más definitivo- es el sustento de la Democracia como forma -ya natural- de gobernarnos (salvo en el País Vasco hasta hace poco, y en Andalucía desde hace lustros); y en el otro ángulo de la casa, la posibilidad de disfrutar de una libertad sexual que va desde el actual neopuritanismo yankee hasta la absoluta licencia para follar (y gracias sean dadas a los dioses) que tenemos en España.

Los países que no pertenecen a ese extremadamente delicado concepto que es Occidente no son aquéllos cuyos gobiernos no son democráticos; los últimos acontecimientos en Honduras, las filípicas del hermano de Fidel en Cuba, o las manifestaciones andropáusicas del cacique Hugo Chaves son realidades desalentadoras en este sentido. Pero siento a estos países como parte de Occidente, pues en ellos, y pese a la coexistencia paralela de tradiciones más o menos mojigatas, existe una natural libertad sexual: no se oculta el rostro de la mujer; no se las sepulta en vida con un sudario; la mujer tiene libertad de acción y decisión con respecto a su propio cuerpo. Esto es fundamental para distinguir Occidente del resto del planeta.

El maravilloso reportaje que vi anoche acerca de la revolución sexual en China enendió una luz de esperanza en mi cabeza. Si los chinos, que son nada menos que 1.300 millones de seres humanos, han comenzado su imparable liberación sexual (porque tal conquista no hay quien la pare, y no tiene vuelta atrás), está cantado el final del autoritarismo postmaoísta. Con suerte, de aquí a pocos años veremos las primeras elecciones democráticas en el gigante asiático; probablemente sean las últimas como China, antes de su desintegración en países menores, como ocurrió con la Unión Soviética. Pero habrán conquistado su completa libertad.

Desde hace unos años, la tímida apertura política y -sobre todo- la enorme eclosión económica de China me hacía contemplar este país como un aspirante al entorno occidental. Pero desde anoche, y visto lo visto, considero a China, con todas sus rémoras sociales (que acabarán desapareciendo) como Occidente.

Impactado por tal descubrimiento, agarré papel y lápiz y me puse a sumar, con la Wikipedia por delante, los habitantes que conformamos lo que considero Occidente: 803 millones de europeos; 927 millones de americanos; 35 millones de australianos (qué pocos!); 350 millones de exsoviéticos (rusos, georgianos, ucranianos, etc.); 130 millones de japoneses (que son más occidentales que la Reina de Inglaterra)... Y 1.300 millones de chinos! La suma total es de más de 3.500 millones de seres humanos dentro de la órbita occidental. La población mundial, a finales de 2008, era de 6.671 millones de almas. Es decir: en mi cábala y con mis cuentas de la vieja, somos algo más de la mitad del planeta los que nos debatimos con nuestra propia capacidad de elegir; somos ya más de la mitad los que no tenemos más remedio que plantearnos cada día cómo vivir nuestra propia libertad, con toda la complejidad que tal situación nos plantea.

Somos más de la mitad. Un proceso así, es imposible de detener; salvo que haya alguna catástrofe cósmica. Pero si el siglo XXI se desarrolla sin cataclismos que asolen al Género Humano, considero que la guerra contra los fundamentalismos, las atrocidades, los credos castradores y el victorianismo está decidida. La batalla por la capacidad para decidir si uno quiere -o no- ser un infeliz, está decantada.

Para mí, desde que anoche vi esas discotecas chinas, esas fiestas de almohadas de las adolescentes, esos jóvenes chinos reclamando con serena expresión su libertad para cepillarse a -y ser cepillados por- sus compatriotas, la guerra por la Libertad y la Dignidad Humana se ha decantado ya por Occidente.

Para mí, ya hemos ganado.