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miércoles, 20 de enero de 2010

Haití no tiene nombre

Lo que conocemos como Italia no es sólo el contorno caprichoso en forma de bota, rodeado de aguas mediterráneas y recortado por unas fronteras al norte con Francia, Suiza, Austria y Eslovenia; ni podemos llamarla Italia porque nos sigan llegando noticias rocambolescas de Berlusconi, ese güisquero cada día más parecido al inolvidable Al Capone de Robert de Niro en Los Intocables de Eliot Ness. Italia, aunque hubiera sido destruida por el terremoto más terrible de la Historia; aunque sus palacios asombrosos, sus iglesias bellísimas, sus ruinas romanas erguidas hubieran sido destrozadas y diseminadas en un marasmo de piedras indefinibles; aunque sus obras de Arte inigualables y sus extraordinarios teatros hubieran desaparecido, aún podría seguir siendo llamada Italia. Sencillamente porque, pese a los cientos de miles de muertos, aún conservaría el concepto de Estado y, cómo no (y pese a perder para los restos esa cúpula de Miguel Ángel), la integridad conceptual de la Iglesia Católica.

Pero si Italia, con toda su Historia a cuestas (que, gracias al Derecho Romano, es nuestra Historia: la de Occidente), y manteniendo sus calles abiertas, sus fuentes barrocas, sus tiendas de moda y su gastronomía, siguiera por esa línea triste por la que marcha desde hace décadas y acabara borrando las lindes del Estado y las sustituyera definitivamente por las leyes de la Maffia y la Camorra; si Italia abandonara su orgullo por acoger dentro de sí al Estado Vaticano -que tanto interés tiene por seguir siendo víscera animada del Lacio-, Italia no tendría derecho a tener nombre propio. Sin Estado, sin Iglesia (es decir: sin contrato social y sin miedos organizados), caería de lleno en la ley de la selva, convirtiéndose, de facto, en un territorio prenominal (de pre-nomos; en el sentido lato del término: anterior a las normas morales o políticas).

Lo primero que me llamó la atención del espantoso terremoto que ha sufrido lo que se conoció como Haití fue, además del horror de la muerte y el espanto de aquéllos que han sobrevivido, que los edificios del Parlamento y la Catedral habían sido destruidos absolutamente. Los haitianos, además de haber sufrido la muerte repentina de entre doscientos y trescientos mil compatriotas; además de haber perdido sus casas y sus pobres enseres; además de encontrar destrozados sus puentes, sus carreteras, su aeropuerto y sus pocos hospitales, se han quedado sin Gobierno y sin Iglesia. No hablo figuradamente; digo que físicamente han perdido su Parlamento y su iglesia Catedral. El Presidente del Gobierno haitiano se ha librado por los pelos; y nada sabemos de sus autoridades eclesiales. Cientos de políticos han desaparecido bajo los escombros, y el Estado haitiano ha sido descabezado por un temblor de tierra brutal. No hay autoridades políticas; no hay gobierno provisional. Sólo hay espanto, sed, saqueos y cadáveres en descomposición.

España, con su relajadísima política colonial, permitió que en las calas de La Española se instalaran bucaneros, filibusteros y piratas de todo jaez, principalmente franceses. Luego, Francia exigió que esas poblaciones de habla francesa (todas ellas dependientes de la piratería y el contrabando) tenían derecho a declararse ciudadanos franceses. España cedió a Francia el territorio en un tratado. Luego, los esclavistas franceses llenaron la isla de africanos, y los machacaron como sólo lo saben hacer los franceses; y, claro, los esclavos acabaron rebelándose. Finalmente, hace doscientos años, tras una guerra sangrienta, los esclavos proclamaron su independencia de Francia y crearon el Estado de Haití, que ha sido paradigma de desorganización, crueldad entre ellos mismos y espantos dictatoriales hasta antesdeayer.

En los últimos 60 años, los haitianos han acabado con la casi totalidad de sus bosques, dejando el territorio prácticamente desertificado; las lluvias terroríficas de hace pocos años han sido una consecuencia de esta deforestación inusitada. Y la debilidad del terreno, a costa de este desastre natural, ha multiplicado las consecuencias del terremoto. En definitiva: una cadena de catástrofes que podían haberse minimizado de haber tenido un plan de vida, una organización política mínima.

Pero no ha sido así. Ahora, hay trescientos mil cadáveres sin nombre, cuya memoria desaparecerá cuando mueran aquellos que los recuerdan, pues no hay un Estado que organice un censo. No hay siquiera una Iglesia que escriba sobre pequeñas cruces de madera los afrancesados nombres de los muertos; ni siquiera hay madera para hacer cruces. Los haitianos que han muerto no podrán ser recordados por sus nombres; ni siquiera podrán estar oficialmente muertos, pues no hay un organismo que pueda dar fe de la propia desgracia; no existe ya un órgano administrativo que pueda asegurar que ya no están entre los vivos.

Haití creó el concepto de zombi, con esa práctica cruel que consistía en hacer pasar por muerto a quien tan sólo está envenenado, con el fin de desenterrarlo la misma noche de su entierro y volverlo a la vida: a la vida física, claro, pues las funciones cerebrales quedaban destrozadas para los restos. Estos pobres desgraciados, estos zombis auténticos, eran utilizados como mulas de carga en las plantaciones, anulada su voluntad y alejados de sus familias. A veces, alguno escapaba involuntariamente y se descubría la artimaña. Ahora, los supervivientes a la catástrofe, vagan como zombis entre los escombros, en estado de shock y sin saber hacia dónde dirigir sus pasos, pues no hay un lugar que pueda mejorar su condición; ni siquiera la muerte, porque morir –allí, hoy- no garantiza la propia desaparición, ya que para morir de verdad hace falta tener un Estado; o, al menos, una religión organizada.

Los Estados Unidos han enviado tropas, pese a Francia y sus paños calientes. Ojalá, cuando comiencen las reuniones al más alto nivel para decidir qué hay que hacer en la parte occidental de la isla destrozada (no me atrevo a llamarla Haití), además de enviar medicinas, alimentos, mantas, y luego arquitectos, ingenieros, médicos y organizadores sociales, decidan dotar a los pobres supervivientes de un Estado; la Iglesia sobra, desde mi punto de vista, y no sería un mal experimento que desapareciera institucionalmente; pero el Estado… El Estado es lo único que permite conocer a los territorios por su nombre propio. Haití deberá ser renombrada. Porque Haití, desde el 12 de enero de este año 2010, no tiene Estado; y, por lo tanto, Haití no tiene nombre.


Eduardo Maestre.

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